Haber internalizado el mundo a través del lenguaje desde sus primeros años de vida, dificulta que el niño, con posterioridad, tome conciencia de que así como existe el que él internalizó, hay también otros:
Las personas que se han criado en diferentes culturas aprenden desde niños, sin que jamás se den cuenta de ello, a excluir cierto tipo de información, al mismo tiempo que atienden cuidadosamente a informaciones de otra clase. Una vez instituidas, esas normas de percepción parecen seguir perfectamente invariables toda la vida (Hall, sin fecha: 61).
Nuestros
actos son vividos interiormente. Su visión exterior responde a una
necesidad, es siempre interesada.
El hombre es un ser reflejado. Con esto queremos decir dos cosas. Por una
parte que necesita de la mirada de los otros para verse a sí mismo.
Más aún: esa mirada lo constituye. Y, por otra, que, a pesar
de contar con esa mirada ajena, no consigue verse de forma completa.
Del mismo modo que el lenguaje surge como resultado de un quiebre -de una
no coincidencia entre organismo y medio- una vez instalados en el ámbito
del lenguaje, éste se utiliza para explicitar preferentemente aquello
que rompe con lo 'normal'.
La norma se establece socialmente. Si la norma es que los trenes lleguen puntuales,
lo anormal, lo marcado referencialmente, aquello que llamará nuestra
atención y nos inducirá a mencionarlo será, precisamente,
el atraso de algún tren. Somos extremadamente menos sensibles a lo
normal que a lo anormal. Por eso, lo más evidente es, con frecuencia,
lo que menos vemos:
Hay (...) un gran obstáculo para estudiar el sentido de los objetos, [y el de las palabras] y este obstáculo lo llamaría el obstáculo de la evidencia: si hemos de estudiar el sentido de los objetos, tenemos que darnos a nosotros mismos una especie de sacudida, de distanciamiento, para objetivar el objeto, estructurar su significación (Barthes, 1993: 250).
Estamos
hasta tal punto sumidos en nuestras rutinas, en el normal acontecer de nuestra
vida cotidiana que debemos hacer un enorme esfuerzo para recordar que nuestra
realidad es un constructo social (Berger/Luckmann, 1991).
Por lo demás, la estabilidad y la buena salud de nuestras sociedades
dependen en gran medida de esta ceguera en quienes la componen. A los sistemas
imperantes de nuestras sociedades no les interesa que a cada paso los ciudadanos
vean lo arbitrario de su composición. Les interesa más que piensen
que el orden establecido es el único posible y que no se planteen la
posibilidad de uno alternativo.
Pero las dificultades que nos impiden "ver" no terminan aquí.
Estamos condicionados por nuestro propio organismo a percibir los estímulos
de forma inevitablemente selectiva. La habituación es uno de los factores
que nos permiten dejar de atender, al menos de modo consciente, a cosas que
antes atendimos. De este modo, estímulos que constituyeron -en términos
gestálticos- la figura para nuestra atención, pasan a convertirse
en el fondo de nuevas figuras, de nuevos estímulos, aunque sigan existiendo
en un nivel preconsciente (Wertheimer, 1922; Koffka, 1935; De Vega, 1984).
Un acto muchas veces repetido crea en nosotros una habituación que
nos permite ejecutarlo como pauta, con un mínimo de esfuerzo. Es decir,
que dicha ejecución se vuelve independiente de nuestras decisiones
conscientes.
De acuerdo con los significados otorgados por el hombre a su actividad, la habituación torna innecesario volver a definir cada situación de nuevo, paso por paso (Berger / Luckmann, 1991: 75).
La
habituación contribuye, por lo tanto, a que dejemos de tomar la distancia
necesaria de nuestros actos para poder mirarlos y cuestionarlos.
Contribuye también a nuestra ceguera el hecho de que nacemos en un
orden social establecido:
Como el niño no interviene en la elección de sus otros significantes, se identifica con ellos casi automáticamente. El niño no internaliza el mundo de sus otros significantes como uno de los tantos mundos posibles: lo internaliza como el mundo, el único existente y que se puede concebir, el mundo tout court (Berger / Luckmann, 1991: 171).
La
realidad es, por tanto, un constructo social. El lenguaje, como hemos dicho,
es el principal instrumento tanto de mantención como de regeneración
de esa realidad que no es otra cosa que nuestro mundo.
Una cierta ceguera es necesaria para la mantención de ese orden y es,
por otra parte, inherente a nuestra condición humana:
El
hombre de la calle no suele preocuparse de lo que para él es 'real'
y de lo que 'conoce' a no ser que algún problema le salga al paso.
Su 'realidad' y su 'conocimiento' los da por establecidos (Berger / Luckmann,
1991: 14).